AD NAUSEAM
Panfleto contra el ghetto político en Granada
.:no es nada personal (introducción):.
“La verdad jode pero curte.” (Makinavaja)
Lo que sigue se refiere a una dinámica colectiva, establecida en la ciudad de Granada por quienes se dicen enemigos del Capital, el Estado, el Patriarcado, Esto y lo Otro. Puede interesar a gente de fuera, en la medida en que refleje situaciones análogas en otros lugares, o arroje luz sobre ellas; pero queda claro que es una reflexión surgida de circunstancias particulares, las de una ciudad tan particular como ésta, y por lo tanto su interés es sumamente limitado. Quien no haya pasado por estas experiencias, probablemente no entenderá bien de qué hablamos, y será poco lo que este escrito pueda aportarle, a no ser una especie de “vacuna” para no meterse en ciertos berenjenales.
En cuanto a las reacciones que pueda provocar este texto, habrá quien vea por fin expresado abiertamente todo el malestar que le rondaba. Habrá también quien se lo tome como un ataque personal, al ver cuestionada su imagen y/o sus esfuerzos voluntaristas, y querrá saber quién o quienes han escrito esto, a fin de saber a qué mensajeros hay que matar. Por último, los habrá que piensen que su grupo, cualquiera que sea, apenas incurre en los vicios aquí señalados. Éstos deben saber que si su grupo sólo puede identificarse parcialmente en esta crítica general, sin duda puede (y debe) ser sometido a una crítica particular aún más demoledora.
Nos negamos a hablar de “movimiento”, puesto que a fecha de hoy no lo vemos por ningún sitio. Hablaremos en su lugar de “antagonismo político” y del “ghetto”. Por antagonismo político entendemos un conjunto de personas, grupos, discursos y prácticas que se presentan como opuestos a la totalidad o una parte del orden social existente, desde valores igualitarios y no jerárquicos. En Granada, como en tantos otros sitios, el antagonismo político cristaliza en un ghetto: un ambiente que, bajo el pretexto de tal antagonismo, institucionaliza unas relaciones basadas principalmente en la estética. La cualidad del ghetto que salta a la vista es la incapacidad de crear cualquier dinámica social, o incidir en las ya existentes. Sin embargo, al crear una apariencia espectacular de “movimiento”, el ghetto impide la formación de un movimiento real, atrapando y anulando el potencial de muchas personas y de momentos/fragmentos de intervención política verdadera. El ghetto no se puede entender limitadamente como una lista concreta de grupos e individuos. Es más que eso: es una dinámica que fluctúa, que a veces se expande y otras retrocede. Es una red de relaciones y actitudes móviles, es decir, en eterno movimiento hacia ningún sitio.
Nuestras palabras serán duras, pues si no tenemos nada contra nadie en particular, tenemos todo contra todos en conjunto, mientras ese conjunto no se dibuje de otra manera. No es que seamos más listos que nadie: cuanto atacamos lo hemos vivido y reproducido exactamente igual que cualquiera. Por ello sabemos bien de lo que hablamos. Es sólo que nuestra paciencia tiene un límite, y ha sido ampliamente rebasado.
Una última aclaración: por comodidad empleamos el masculino genérico. No por ello está en nuestro ánimo excluir a las mujeres, que no se libran de nuestra crítica.
.: la ausencia de una tradición de lucha. comentarios sobre la historia de granada :.
Granada es una ciudad de servicios y un centro administrativo, nunca ha tenido un peso industrial, y por ello ha carecido de un movimiento obrero fuerte. Aún así en los años 30 hubo, como en el resto del país, una exasperada agitación social, pero hoy de aquel pasado no quedan vestigios. Nadie recuerda el asalto e incendio del abominable diario IDEAL y del teatro Isabel la Católica, ni ningún otro episodio de los muchos que tuvo entonces la lucha de clases. Son muy pocos los que saben que el actual parque temático del Albaicín fue antaño un orgulloso barrio proletario, cuyas iglesias ardían periódicamente, y que fue el único en resistir durante días al levantamiento fascista y militar. Hoy, si se recuerda aquello, se dice que resistieron porque eran “republicanos”, lo que quiere decir que eran “demócratas” como los de ahora pero un poco más exaltados, y probablemente votantes del PSOE. Nadie se atreverá a decir con todas las letras lo que eran muchos de aquellos hombres y mujeres: revolucionarios, simplemente. Nadie cometerá tampoco la incorrección política de recordar a todos los maquis que en la postguerra más negra lucharon por mantener viva la llama en esta ciudad y su provincia, pagando casi siempre con la vida.
No es suficiente matar a las personas, a menudo es preciso borrar también su memoria, porque sin memoria no hay tradición de lucha. Cuando hablamos de una ciudad sin tradición de lucha, no estamos hablando de la ausencia de un especial estado de ánimo: como si las revueltas las inspirasen las musas, y esas musas se hubieran olvidado de nosotros. Estamos hablando de la inexistencia, debida a factores bien concretos, de un tejido social combativo, capaz de establecer una continuidad -por débil y precaria que sea- entre sucesivas fases históricas y las luchas que las acompañan, y sobre todo de transmitir la memoria y la experiencia colectivas.
nbsp;Ese tejido existió en Granada, pero fue exterminado, en el sentido literal del término. Se diría que aquí sólo fusilaron a García Lorca, cuando fue sólo uno más entre miles de personas, la mayoría bastante más comprometidas y luchadoras que él. Hasta cuando se han decidido a celebrar oficialmente al poeta (“año Lorca”, 1997-1998) lo han hecho conmemorando su nacimiento, y no su muerte, que se produjo sin duda en circunstancias demasiado incómodas para tenerlas en cuenta en los tiempos que corren (como nota al margen, diremos que tampoco se acordó nadie de la condición de homosexual de Lorca). Los herederos políticos de sus asesinos estuvieron en primera fila en todos los actos del aniversario, y aún se permitieron, mientras controlaban el ayuntamiento, eliminar del cementerio municipal la tapia de los fusilamientos, llena aún de agujeros de bala. Remataban así la limpieza a fondo iniciada el 18 de julio de 1936.
Las luchas de los años 60 y 70 fueron, en Granada y en toda España, una feroz ofensiva contra la miseria moral y material de la dictadura, y en gran medida contra su prolongación bajo formas “democráticas”. Pero su recuperación para la imaginería democrática ha sido igualmente brutal: ahora resulta que aquí todo el mundo luchaba por la democracia, es decir, por lo que a fecha de hoy se entiende por democracia. Derrotados aquellos movimientos al final de los 70, y promocionados muchos de sus dirigentes a gestores del sistema en la nueva etapa, es posible tergiversar fácilmente el sentido de sus luchas y afirmar que, de hecho, vencieron. Así, en el monumento levantado después de tantos años a los albañiles asesinados en Granada en 1970, es bien visible la palabra sagrada. Ya sabéis cuál.
Son sólo formas particulares que adquieren en Granada la amnesia y el ocultamiento generalizados. Cuando los desposeídos no somos capaces de guardar nuestra memoria y afirmar su verdad, ocurre que la memoria oficial -la de los vencedores- ocupa todo el campo. Esa memoria se caracteriza por el falseamiento, y muy especialmente por la negación y el ocultamiento sistemático del conflicto. Es una historia edulcorada, que pretende hacer creer que la paz social es algo así como un estado natural, y no el resultado momentáneo de una larga serie de batallas, que unos pocos han ganado y muchos hemos perdido.
En realidad, esa historia oficial no es más que el vacío que deja la memoria colectiva. Esa amnesia general, concretada en la ausencia de una tradición de lucha, es la primera condición que permite la constitución del ghetto. Sólo puede ser derribada por una dinámica real de lucha, y como es evidente no es el caso.
.: el estudio os hará libres :.
Granada es una ciudad inmóvil: una capital de provincias aburrida, beata y firmemente reaccionaria. Sobre esta realidad de fondo, la coincidencia de varios aparatos culturales y sobre todo la Universidad proyectan un espejismo, una apariencia de ciudad joven, dinámica e incluso bohemia. Esa burbuja universitaria es autosuficiente, y jamás se toca con la Granada profunda. En la burbuja, los estudiantes configuran un mundo propio, mundo aparte donde los haya. En este mundo es donde el ghetto tiene su hueco. Es, literalmente, un ghetto dentro de un ghetto.
Cualquier joven que llegue a la Universidad de Granada con unas mínimas inquietudes se verá fuertemente atraído por el ghetto. Y ello porque le ofrece la posibilidad de “hacer algo” y dar salida a esas inquietudes, y a la vez una cierta cantidad de gente con la que poder relacionarse a diversos niveles: de amistad, sexual, lúdico, etc… algo fundamental en una ciudad que desconoces. Esta naturaleza de “club social” es fundamental en el ghetto, pero queda en segundo plano por las apariencias que despliega el activismo. Además, al venir por lo general de pueblos y ciudades más pequeñas que son otras tantas balsas de aceite, a muchos de los recién llegados les parece que en Granada existe un gran movimiento, o por lo menos un “movimiento” digno de tal nombre.
Ciertamente, en el ghetto no sólo hay estudiantes, pero ellos son uno de los factores determinantes del mismo, porque le dan carta de naturaleza como esfera separada y aislada del conjunto social. Condicionados por circunstancias que repasaremos a continuación, condicionan a su vez la dinámica entera del antagonismo político en Granada, dinámica a la que se pliegan personas en otras circunstancias vitales (trabajo/paro u otras). De todas formas, vamos a señalar que la mayoría de la gente que empieza a currar y se aparta del ámbito universitario, se aparta también radicalmente del ghetto. A menudo esto se justifica por la falta de tiempo y el cansancio, y estos juegan su papel, pero nosotros pensamos más bien en una reacción lógica al verse catapultados a una realidad distinta a la Universidad. Una realidad bastante más cruda y ajena por completo a los discursos del ghetto, totalmente inoperantes fuera de la disneylandia universitaria.
¿Qué define a un estudiante? Más o menos esto: “El estudiante es un ser dividido entre un estatuto presente y un estatuto futuro netamente separados, y cuyo límite va a ser mecánicamente traspasado. Su conciencia esquizofrénica le permite aislarse en una <<sociedad de iniciación>> (…) Ante el carácter miserable, fácil de presentir, de este futuro más o menos próximo que lo <<resarcirá>> de la vergonzosa miseria del presente, el estudiante prefiere volverse hacia su presente y decorarlo con encantos ilusorios. La misma compensación es demasiado lamentable como para que atraiga; los días que sigan no serán alegres y, fatalmente, se sumergirán en la mediocridad. Por ello se refugia en un presente vivido irrealmente” (Mustafa Khayati, “Sobre la miseria en la vida estudiantil”, 1967). Estas palabras siguen hoy vigentes. El estudiante vive en una separación completa del “mundo real”: su mundo es irreal desde un principio, porque está formado íntegramente por otros estudiantes, que reproducen hasta el infinito esa “sociedad de iniciación” gobernada por reglas propias. Esa separación se ve reforzada, en una ciudad como Granada, por la omnipresencia de la burbuja universitaria, que configura prácticamente dos quintas partes de la población.
Su apreciación irreal de las cosas y la aparente permisividad en la que vive, convierte a todo estudiante con un vago sentimiento de rebeldía en receptor ideal de cualquier ideología política que esté envuelta en un halo de romanticismo, generosidad y “lucha”, por mínima que sea su elaboración y su contrastación con la realidad social. Todo ese idealismo estudiantil carece en Granada, como hemos visto, de una tradición de lucha con la que poder confluir, que le transmita los ritmos y el “mapa” de la ciudad, y lo integre en ellos. Así las cosas, queda aislado en la esfera universitaria, condenado a girar eternamente sobre sí mismo sin ningún punto sólido de referencia.
El carácter universitario del ghetto no deja de retroalimentarse. Son todas las dependencias de la Universidad y sus múltiples prolongaciones en forma de bar los escaparates privilegiados de su propaganda, junto con el centro de la ciudad, escenario principal de la vida social del estudiante. Esta focalización de la actividad en el ámbito universitario se debe, más que a la comodidad de los militantes, a la certeza interiorizada de que sólo ahí está su público.
Llegados a este punto, alguno podría pensar que nos guía un desprecio completo hacia el estudiante como tal. Ese desprecio se ha dado a veces en el ghetto desde una idealización típicamente intelectual del trabajo y del trabajador manuales, heredada de la vieja política. Era por tanto, en el límite del absurdo, un autodesprecio que no podía sino incrementar la esquizofrenia de algunos militantes. Estas formas de pensar a nosotros ya nos dan risa. Aquí estamos simplemente describiendo, con toda la precisión que podemos, las circunstancias del estudiante, y si son tan patéticas no es precisamente por culpa nuestra. Somos conscientes de que cualquier subversión general en/de la ciudad de Granada pasa necesariamente por la figura del estudiante, entre otras. Pero para ello es de todo punto imprescindible que los estudiantes asuman de una vez cuál es su condición, y dejen de aceptar el rol de redentores del resto de la humanidad que el ghetto les ofrece bajo diversas fórmulas.
¿Cuál es la “condición” del estudiante? Es tan sólo la alienación que domina su vida de manera completa, sin ser más que otra forma particular de las muchas que adquiere la alienación generalizada. Esa alienación comienza en la sujeción económica familiar, al margen de todas las ilusiones que el estudiante quiera hacerse sobre su independencia. Se concentra en su sometimiento a todos los enajenantes mecanismos y rituales académicos, de los cuales el más alienante -por cuanto memorizar un texto para olvidarlo poco después tiene muy poco que ver con un aprendizaje real- y a la vez el más escandaloso -por cuanto en él el carácter autoritario, represivo y jerarquizador de la enseñanza se presenta ya sin velos- es el examen. Culmina su alienación en el consumo compulsivo de cualquier droga que se tercie, y en la diversión masificada en los bares o en la calle. En este sentido, algo tan absurdo como el botellón no es más que una manifestación no reglamentada -y por tanto sorprendente para los bienpensantes- del absurdo general de la vida estudiantil, y como tal es refractaria a cualquier intento de racionalización, e indestructible para los resortes de represión/integración convencionales.
Precariamente puesto a salvo de la autoridad paterna, por el expediente del alejamiento geográfico, el estudiante pasa a someterse a otra autoridad más abstracta pero igual de absoluta: la del profesor. En manos de éste está el futuro académico, que algunos aún identifican con el futuro a secas, y su autoridad en clase llega a adquirir una cualidad casi metafísica… Quien haya cursado cualquier carrera nos entenderá. A veces, por someterse, el estudiante puede llegar a someterse incluso a su casero, que le impone humillantes y pintorescas muestras de vasallaje. La vida del estudiante, en fin, está llena de detalles sórdidos: desde el hacinamiento en el autobús hasta el alcohol de garrafón que le venden por doquier, pasando por la suciedad que invade el piso al esfumarse la figura materna…
Todo esto es alienación, o miseria si se quiere, y no tanto material -que a menudo también lo es- como moral. Jamás es atacada por los pseudoagitadores burocráticos de la Universidad (llámense CUDE, Sindicato de Estudiantes o lo que haga falta). No es atacada, entre otras cosas, porque no es percibida en la hegemonía de la falsa conciencia, si no es como un sentimiento individual de malestar. Ni siquiera los sufridos estudiantes del ghetto la perciben colectivamente, ocupados como están en asaltar las estrellas y recrearse en la contemplación de su propia radicalidad. Y como no perciben su alienación como el problema colectivo que es, la toleran.
La alienación estudiantil, por tanto, tiene rasgos específicos. Pero un rasgo específico del estudiante es también su asombrosa capacidad para evadirse de ella, como supo ver Khayati. En este punto hay que empezar a hablar de la estética.
.: objetos que sirven para ser contemplados. la estética es el ghetto :.
Esa evasión de los estudiantes adquiere a veces formas más refinadas que la de la simple borrachera (aún así, la forma más ampliamente practicada). Puede pasar por la adopción de un rol determinado en el marco de la “sociedad de iniciación” estudiantil , una falsa identidad que tiene algo de autoafirmación adolescente y que se proyecta al exterior, : el bohemio, el artista -es digno de ver cómo florecen y se marchitan los artistas en esta ciudad-, el marginal, el radical, etc. Esas identidades, extendidas a un número mayor o menor de gente, acaban constituyendo círculos cerrados, y el ingreso en esos círculos pasa necesariamente por la asunción de las convenciones que los regulan. Para entrar en unos hay que escribir poesía, en otros hay que disfrazarse de carrilano, y así sucesivamente. Una serie de apariencias, en resumen. Todos esos círculos tienen, además, espacios de reunión muy concretos, que sirven como reclamo, punto de visibilización y elemento aglutinador
Todos esos círculos son pequeños ghettos, de los cuales nuestro ghetto es uno más, pero portador -sólo él- de una contradicción: formalmente no aspira a separarse del resto de la realidad social, sino a transformarla. Toda su base, su estructura, sus condiciones de existencia, le llevan a aislarse en sí mismo; pero toda(s) su(s) ideología(s) está(n) supuestamente orientada(s) a una intervención social general. El resultado sólo puede ser la esquizofrenia, y sobre esto volveremos más adelante.
Lo que nos interesa ahora son las convenciones que rigen el ghetto político. Lo político, al no estar ligado a una confrontación real con lo existente, se diluye en un montón de poses y actitudes superficiales y, sobre todo, fuertemente autorreferenciales. Formas concretas de hablar, vestir, divertirse… cuya aceptación suele ser requisito previo para ingresar en el ghetto, para ser aceptado y reconocido en su seno. No se trata de ser radical -cosa harto difícil, puesto que sólo se puede ser radical en la práctica- ni de estar fuera de la sociedad -cosa sencillamente imposible-, sino de aparentarlo.
En la vestimenta, por ejemplo, encontramos diferentes tendencias que a veces se superponen, pero que tienen en común un carácter deliberadamente “marginal” (en el sentido de minoritario) y con las que ingenuamente se pretende exteriorizar un supuesto rechazo de las convenciones sociales imperantes, ignorando deliberadamente que hace ya tiempo que el sistema aprendió a neutralizar cualquier ataque estético. Todas estas tendencias -desde el estudiado desaliño hasta formas atenuadas de uniformización- coinciden y se articulan en un mismo punto: la ostentación de lemas, símbolos e imágenes de indudable tono “radical”. Y, huelga decirlo, autorreferencial, por cuanto al común de los mortales tales iconos les suenan a chino mandarín, o en el mejor de los casos a ecos de una guerra muy lejana. No obstante, cumplen a la perfección su función real, que no es propagandística, sino consiste en separar y diferenciar -aislar, en definitiva- al integrante del ghetto, y reforzarlo como objeto que sirve para ser contemplado, y no como sujeto con el que se puede establecer una comunicación. Por lo demás, estos aspectos indumentarios están sujetos a modas, como ocurre en cualquier otro ámbito social. De hecho, aunque el ghetto está cerrado sobre sí mismo, lo atraviesan las mismas modas y tendencias que al cuerpo social en su conjunto. Si “afuera”, por ejemplo, se extiende el consumo de pastillas y cocaína, éstas se harán invariablemente presentes en cualquiera de los saraos -fiestas, conciertos…- organizados en aras de la causa justa de turno. Por decirlo de algún modo, las puertas del ghetto no pueden abrirse hacia fuera, pero se abren fácilmente hacia dentro.
Para quienes buscan esta apariencia física diferenciada como prolongación de un determinado estado de conciencia política, se trata esencialmente de reafirmar en la superficie unos principios supuestamente interiorizados, y que por lo tanto deberían plasmarse en una práctica cotidiana. Pero, como veremos, es imposible que se plasmen en una práctica que transforme nuestras vidas, y por eso mismo necesitan imponerse con fuerza en lo visual, en una suerte de eterna maniobra de distracción. El gregarismo del ghetto, exactamente igual de conformista que el del botellón o el de los boy-scouts, exige esa identificación visual inmediata con el clan, y tenderá a castigar sutilmente, bajo la forma de bromas continuas o (con más frecuencia) de una mayor dificultad para relacionarse, a aquellos que se resistan a asumirla. Queda claro que respetamos el derecho de cada cual a vestir como le d´r la gana, pero nos rebelamos contra la pretensión de darle a ese gesto, de forma consciente o inconsciente, una trascendencia que no tiene.
Todos estos elementos estéticos se han desarrollado en un segundo plano dentro de un antagonismo político cada vez más desligado de una dinámica real de lucha. Terminan por ser hegemónicos cuando esa desvinculación se hace total al hilo de ciertas transformaciones históricas. Se apoderan entonces del antagonismo político, ya vacío de contenido, y lo hacen derivar definitivamente en ghetto. A partir de ese punto sin retorno, los elementos estéticos inician una carrera independiente y solitaria, evolucionando por sí mismos en función de las misteriosas reglas de la moda y escudándose en discursos casi siempre muertos o vacíos.
Este proceso ha seguido ritmos distintos allá donde se ha producido. Un hito general es, sin duda, el triunfo del “sí” en el referéndum sobre la OTAN, a partir del cual toda una izquierda pretendidamente revolucionaria, ya muy debilitada por el “happy end” de la Transacción, ve hundirse su última tabla de salvación e inicia un declive definitivo hacia la marginación y el aislamiento totales (si bien se trata de un espectro bastante más amplio, deberíamos citar las emblemáticas siglas del Movimiento Comunista y la Liga Comunista Revolucionaria). Aquel amplio movimiento tuvo sin embargo una importante prolongación en la estrategia antimilitarista de la Insumisión. De hecho, en el caso de Granada, el punto sin retorno que señala el inicio del reinado sin trabas de la estética es la desintegración del movimiento antimilitarista (formado aquí por MOC, CAMPI y Plataforma Por la Insumisión) en los años 96-97. Si bien esta desintegración vino dada a nivel general por la dificultad de la desobediencia civil a la hora de afrontar un ejército profesional, en Granada coincidió ya con el fin de un típico “ciclo ghetto” y con la existencia en su seno de un fortísimo elemento estético que pugnaba por imponerse (¿os suena el “buen rollo”?). Con aquella forma de lucha, por débil que fuera, desaparece la última dinámica de enfrentamiento real, objetivo, con las instituciones.
La estética en sentido amplio (ropa, música, lenguaje, convenciones en las relaciones personales…)lo es todo en el ghetto: es el ghetto mismo. Es su reclamo principal, el factor de atracción que funciona con mayor fuerza, muy por encima del discurso político. Exige a sus integrantes una serie de rasgos determinados, de los cuales el primero es la juventud. Su efecto inmediato es asociar cualquier voluntad de transformación social a la juventud como estado fugaz y transitorio, y a un aparato estético completo que mucha gente no estará dispuesta a asumir debido a su edad, al contexto social en que se mueve o sencillamente a sus gustos. Esto permite además que los medios identifiquen toda clase de iniciativas antagonistas con sujetos ficticios claramente disociables del conjunto social como “tribus urbanas”, “okupas”, etc. Cualquier potencial de verdadero antagonismo que pueda gestarse dentro del ghetto se verá frenado por esta barrera que truncará su desarrollo. Por lo demás, es evidente que la militancia en cualquier grupo es vivida generalmente como participación estética, jamás asociada a una opción vital y ética.
.: la ideología como espejismo :.
A estas alturas, está claro que el ghetto es una especie de ectoplasma, perteneciente al campo de la “acción”, en la medida en que sus integrantes lo construyen en la práctica al establecer entre sí una serie de relaciones. Aunque estas relaciones se basan en un juego completo de apariencias, no podemos olvidar que están condicionadas por una serie de discursos políticos. Estos discursos dan lugar a la formación de distintos grupos, integrados por los partidarios de tal o cual opción, que a fin de cuentas son siempre la misma: la del ghetto. Los grupos adquieren diversas formas y grados de organización, desde el simple colectivo nucleado en torno a una asamblea periódica hasta fórmulas más estructuradas que agrupan a una mayor cantidad de gente o se articulan con grupos similares en otros territorios. Las actividades de estos grupos, a su vez, regulan la vida colectiva del ghetto.
Al abordar el análisis de los grupos, hay que atender a varios aspectos que se relacionan estrechamente pero se pueden diferenciar sin grandes complicaciones: la ideología que los sustenta; una mecánica interna que podríamos llamar “privada”; su actuación pública y un grado intermedio entre ambas que se corresponde a las relaciones entre los grupos dentro del ghetto. Empezaremos por el nivel más abstracto, el de la ideología.
Ya se ha dicho que la militancia es vivida generalmente como participación estética, casi nunca política. Es difícil que sea vivida como participación política porque el ghetto carece de cualquier proyecto político, entendido aquí como orientación en el marco del conflicto, y no como verdad revelada que contiene la promesa de un futuro resplandeciente. Dispone tan sólo de algunos discursos ideológicos bastante burdos, pero perfectamente acabados y autosuficientes -puesto que se agotan en sí mismos-, que sólo pueden ser aceptados con fe religiosa bajo el aspecto de ideología, o rechazados en bloque.
¿Por qué empleamos despectivamente el término “ideología”, y por qué las despreciamos todas soberanamente? Una ideología es una visión idealizada del mundo, completamente separada de la experiencia cotidiana y vital de quien la sustenta, en la cual nada indica que aquella pueda realizarse. Quien abraza una ideología verá como entre esa “verdad” teórica y su experiencia directa surgen continuos roces y desajustes, pero los obviará como quien rehuye afrontar un problema desagradable: el problema ineludible de realizar la teoría. La reacción típica será volverse aún con mayor énfasis hacia la ideología consoladora, luz entre tinieblas, dando lugar a un grado mayor o menor de dogmatismo. A esta continua huída hacia delante, esta actitud de desterrar de forma automática e inconsciente los aspectos conflictivos a un segundo o tercer plano, para refugiarse en lo abstracto, la llamaremos falsa conciencia. No sabemos si empleamos bien el término situacionista.
Cualquier ideología adquirida exige un auténtico despliegue de activismo. “Activismo” es también para nosotros un término negativo. El activismo surge cuando en la ausencia de proyecto los medios se convierten en fines per se. La actividad queda vacía de sentido y contenido. El activismo no contempla los efectos posibles de la actividad -pues sabe que serán nulos-, ni sabe valorar ésta en el marco de una relación dialéctica entre la acción, su contenido, su emisor, su receptor y el contexto que los contiene a todos. En resumen, no atiende bien ni mal al aspecto cualitativo de la actividad, sino únicamente al cuantitativo: cuanta más mejor. El activismo deviene en el único discurso realmente operativo del ghetto, puesto que es el único que los grupos pueden aplicar en la práctica. Es su único proyecto. Por eso se convierte en la ideología superior que unifica a todas las ideologías del ghetto y al ghetto mismo: todos sus -ismos confluyen y se reconocen en el activismo.
.: relaciones dentro de los grupos :.
En otro punto nos extenderemos sobre las actividades del ghetto. Vamos a entrar ahora en el análisis de los grupos en su nivel concreto más bajo: el de su mecánica interna. La ideología de los grupos no se puede entender simplemente como la adscripción a un -ismo determinado. Si los hay que se presentan como comunistas, anarquistas o nacionalistas químicamente puros, otras ideologías del ghetto quedan sólo vagamente definidas, lo justo para dar pie a la formación de un grupo. Quien entra en el grupo asume formalmente su credo, que no por primario es menos indiscutible. A partir de ahí, con tal de permanecer dentro del grupo y del ambiente, reprimirá cualquier duda y se convencerá a sí mismo para comulgar con las ruedas de molino de sus postulados: falsa conciencia. La incapacidad manifiesta para incidir en lo social es soslayada por un triple mecanismo: culpar a diversos “monstruos” externos (los Medios, la Represión, etc); considerar que la gente está alienada-engañada-adormecida-etc (o sea, que la gente es tonta); y lanzarse a una espiral de activismo lo más intensa posible. Puesto que el ghetto prácticamente desconoce el conflicto, no sabe que éste -así agrupe a decenas o a miles de personas- es vivido en términos cualitativos y no cuantitativos: como espiral dialéctica, y no como acumulación lineal de cada-vez-más-gente. Su imagen ideal de “movimiento” es aquel que agrupa a mucha gente sobre las ideologías que habitan en su seno, pero no sabe imaginar dicho “movimiento” como práctica subversiva. Entiende el movimiento como reproducción extensiva, en lo social, de sus convenciones estéticas.
Por tanto los grupos justifican su existencia, dedicada al mantenimiento del ambiente, por la lucha en pos de la realización de tal o cual ideología. Dicha ideología, además de ser mito fundacional del grupo, se convierte en factor limitador de su práctica al obligarla a encajar en unos esquemas dogmáticos bastante rígidos, y por supuesto estériles. Unos tienen como referente a un proletariado decimonónico hoy finiquitado -en este caso, la ideología es el fósil que ha dejado el reflujo de las masivas luchas del pasado-, otros a un pueblo andaluz supuestamente oprimido por el simple hecho de ser andaluz, otros la “liberación de espacios” (?), otros la “antiglobalización” (??), y así sucesivamente. Son incapaces de profundizar en el análisis y la teoría, porque las categorías que emplean son completamente inoperantes en ese nivel, y de ahí la pobreza de su discurso, que se limita por lo general a una serie de frases hechas y palabras-fetiche. Los grupos jamás dejan de dar palos de ciego, porque ninguna de las abstracciones mencionadas existe, pero la ideología les obliga a orientar su práctica en función de ellas. Privada esa práctica de cualquier base real, se convierte en simple activismo: la repetición ad nauseam de un discurso vacío, con el soporte de una serie de actos ritualizados que analizaremos. Esos actos permiten el mantenimiento del ghetto, y son a la vez sus gestos públicos. Dentro del grupo, militancia es activismo, y éste es vivido de forma diferente por dos clases de militante que describiremos como dos tipos “puros”, pero entre los cuales se da en la práctica una gradación: central y periférico.
Para el periférico la militancia es ante todo la participación estética de la que hablábamos más arriba. Por ello se siente realizado con la ostentación sobre su cuerpo de los signos visuales del ghetto, con la asistencia frecuente a sus actos gregarios y con la obtención de la etiqueta del grupo en el que ha entrado. Entiende, a menudo con sinceridad -casi diríamos que con lucidez-, que la lucha se agota en estos aspectos que aseguran la pertenencia al ambiente y el acceso a las gratificaciones que éste proporciona. Así, da sólo una importancia secundaria a las pesadas obligaciones del activismo. En el ritual de la asamblea, es decir, en el momento en que es públicamente reconocido y visualizado con más fuerza (pues al tomar la palabra concentra momentáneamente la atención), opinará sobre cualquier cosa y fácilmente asumirá responsabilidades. De esta manera afirma su identidad como integrante del grupo y del ghetto. Pero a la hora de llevar a la práctica el compromiso adquirido es muy probable que se olvide, o se quite el muerto de encima de la forma más rápida y menos cuidadosa posible, o que lo rechace por completo. Dejar colgados a los demás integrantes del grupo no le supone un gran problema, puesto que él sólo se mueve cuando le apetece: el activismo es un hobby como otro cualquiera, en el que no tiene nada que ganar ni que perder. En el momento en que ese pasatiempo le aburre definitivamente, momento que llega con el más mínimo cambio vital (acabar la carrera, empezar a trabajar, tomar pareja, cambiar de amigos, etc), lo abandona sin mayores complicaciones. Este abandono puede producirse de forma brusca o gradual. Además, a menudo se siente intimidado por los militantes centrales, y ello le impide asumir plenamente su responsabilidad.
El otro tipo de militante, al que denominamos “central”, es diametralmente opuesto. A simple vista se caracteriza por una convicción ideológica mucho más fuerte e interiorizada que la del periférico, que le lleva a priorizar el trabajo político por encima del simple “dejarse ver” que motiva a aquel. Sin embargo, observado bajo el microscopio, su caso adquiere tintes más oscuros. Si para el militante periférico el activismo es participación estética, para el central es lisa y llanamente una compulsión. El activismo se convierte en motivo central de su vida, y la identidad política en su única identidad. Se encubre así un vacío íntimamente sentido, o se efectúa una fuga de problemas personales que no se quiere afrontar, o ambas cosas a la vez. El militante central es básicamente un adicto a la militancia, como hay adictos al juego o al trabajo. Sufre un complejo de responsabilidad que convierte en obsesión permanente el que los actos del grupo salgan bien -es decir, como él considera que deben salir-, que el grupo crezca numéricamente, que su propaganda se haga visible, etcétera. Frente a todos los demás encarna el rol narcisista del militante responsable y agobiado, puntal del grupo, que siempre está en todas partes, haciéndolo todo. La vida política del militante central siempre es más larga que la del periférico, puesto que para él la ausencia del activismo puede fácilmente descubrir aquello que oculta: la nada o cualquier clase de pesadilla privada. Su abandono puede darse por diversos factores, generalmente de forma muy brusca (el clásico “queme”), e incluso dar lugar finalmente a la negación radical de todo lo afirmado en la etapa activista. Para el militante central, este abandono es vivido como un conflicto personal, doloroso en mayor o menor grado, ya que le obliga a enfrentarse a sí mismo y emprender una trabajosa reconstrucción de su identidad.
Ambos extremos existen y son aberrantes. Pero repetimos que se trata de tipos “puros” y que ambas orientaciones -militancia como participación estética o como compulsión- son matizables y pueden darse mezcladas, en proporción e intensidad variables, en un mismo individuo. Tal como la hemos desarrollado hasta ahora, esta división funciona en un plano individual, es decir, atiende a cómo vive interiormente cada uno su “vida política”. Establecido esto, cabe preguntarse de qué manera se trasladan esas actitudes al conjunto del grupo.
Si hablamos de militantes “centrales” y “periféricos” es, obviamente, porque en todo grupo existe un centro y una periferia en cuanto a la distribución de la capacidad de decisión. Todo grupo, por informal que se quiera, tiene al menos una estructura básica: la de dos círculos concéntricos. En el círculo central podemos ubicar al o los militantes centrales, que ejercen un liderazgo de facto sobre los que se encuentran en el círculo externo. En algunos grupos autoritarios que forman o han formado parte del ghetto, ese liderazgo viene sancionado por estatutos e ideología -con base casi siempre en la odiosa concepción leninista del “partido”-, y por lo tanto tiene un carácter formal. Sin embargo, la inmensa mayoría de los grupos del ghetto se pretenden antijerárquicos, y por ello en su seno los liderazgos son informales. El liderazgo informal es un tema tabú en el grupo, o bien se acepta con tal naturalidad que es invisibilizado: es tan evidente que a nadie se le ocurre cuestionárselo, así como en el cuento de Poe el mejor escondrijo para la carta robada es el lugar más descaradamente visible. Sin el liderazgo informal que lo dinamiza el grupo no podría sobrevivir, y por ello es tolerado y encubierto. Los militantes nuevos que van entrando, careciendo por lo general de experiencia política, lo toman por el funcionamiento natural del grupo y contribuyen así a perpetuarlo.
El liderazgo informal es ejercido generalmente por militantes centrales que a ojos de los demás son personas “carismáticas”. Este carisma puede cifrarse en una serie de atributos muy concretos: capacidad de hablar en público, dedicación, identificación total con el grupo… Se tiende a considerar tales atributos como rasgos personales, específicos, de un militante determinado. Rasgos concretos de su carácter que él ha decidido aplicar a la actividad política y que le han conducido a ocupar esa posición central. Esta creencia encubre la justificación del liderazgo. En realidad esos atributos no tienen una existencia previa a la vida política del líder: son adquiridos durante ella. Empujado por la compulsión de la militancia, acaba irremediablemente convertido en un militante experto. Desarrolla unos rasgos que acaban siendo mitificados como elementos de carisma y atributos del militante modélico, perpetuando así el liderazgo informal.
A esta situación se llega por un mecanismo bastante perverso. Viene a resumirse en que el militante central, en virtud de su complejo de responsabilidad, asume múltiples tareas, sobrecargándose a veces de trabajo hasta extremos irracionales. Va concentrando en sus manos todos los resortes de la gestión del grupo: desde el uso de los medios técnicos hasta los más diversos contactos, pasando por las sutilezas ideológicas de su discurso. Todo ello va convirtiéndose en un saber esotérico que tiende a compartir cada vez menos con los demás. Por ello, cada vez son más las tareas que sólo el militante central puede resolver, llegando a darse el caso de que los demás no tienen nada que hacer, porque él lo hace todo. Su voz es la única autorizada, puesto que es el único que sabe realmente de lo que se está hablando. Interiormente, teme que los demás hagan las cosas, pues no sabrían hacerlas bien. Y si el líder tiende a acaparar todo el trabajo para satisfacer su compulsión, el resto de los militantes tienden a delegar cómodamente en él, y son perfectamente incapaces de actuar y decidir por sí mismos. No se les pasa por la cabeza “usurpar” las funciones del dirigente, y si se les pasa suelen ser rápidamente desalentados. Si el rol oficial de los militantes periféricos es el de participantes en el grupo, el que juegan realmente y que realmente les gratifica es el de espectadores que son a la vez elementos del decorado. Sólo participan efectivamente en el despliegue de apariencias que domina las relaciones dentro del ghetto: de ahí que vivan la militancia como participación estética.
El funcionamiento del grupo está atravesado por este problema del liderazgo y por otro no menos grave: la frustración que provoca el constatar, día tras día, que la práctica desarrollada tiene una nula incidencia social, y que el discurso no tiene la más mínima conexión con la realidad social. Más aún, la realidad misma del grupo muchas veces no tiene la más mínima correspondencia con sus posiciones teóricas. En este sentido no sería difícil rastrear, en la historia del ghetto, sindicatos sin actividad sindical, grupos obreristas formados íntegramente por estudiantes; grupos anarquistas de afinidad con fuertes liderazgos y/o nula afinidad en su seno; grupos nacionalistas andaluces acomplejados por la evidencia de que aquí (con todos los matices que se quiera) se habla exactamente el mismo idioma que en Madrid; casas okupadas que quisieron ser “centros sociales” y han terminado siendo salas de fiestas; y cosas similares. Y de manera más general, grupos con unos discursos tan vagos, errados o superficiales que jamás encontraron ninguna aplicación práctica, más allá de la simple propaganda que se justificaba por sí misma y que justificaba la existencia del grupo.
Todos los grupos viven en esta contradicción, y todos se dedican con ahínco a ignorarla, desarrollando su actividad en un círculo vicioso de autoafirmación. Ello da lugar a un estado permanente de esquizofrenia: una escisión entre lo que ven realmente los miembros del grupo y lo que quieren ver; entre lo que son realmente y lo que fingen ser; entre lo que se dice y lo que se hace, en definitiva. Esta situación llevaría al grupo -y por extensión al ghetto- a una crisis terminal inmediata, si no fuera por el mecanismo ya analizado de la falsa conciencia. Éste permite, generalmente, salvar las apariencias y seguir como si nada. Hace posible que muchos sigan indefinidamente recreándose en sí mismos, fingiéndose “en lucha” y sin cuestionarse nada. Algunos, como mucho, harán débiles esfuerzos por extender su propaganda a barrios más “populares” que “estudiantiles” como el Zaidín, la Chana o el Polígono de Cartuja, donde encontrarán invariablemente que la gente -vaga categoría aplicada a toda la población externa y ajena al ghetto- no los entiende o pasa de ellos.
Aún así, todo grupo se ha visto o se verá en algún momento obligado a enfrentarse a su miserable realidad. No queda entonces más remedio que emprender esa tarea de titanes, último recurso donde los haya: la autocrítica. Para que se llegue a este punto suele ser necesario un grado de frustración colectiva bastante alto. Cuando un grupo hace consciente la esquizofrenia en la que vive y se decide finalmente a abordar el problema, se cuestiona invariablemente su práctica, pero jamás su discurso ni mucho menos aún su existencia. De hecho, el mayor peligro de la autocrítica, en todo momento y lugar, es precisamente éste: que puede llevarse en última instancia hasta la autodisolución. Rota la convención que prohíbe exteriorizar la propia frustración, tienen lugar auténticas terapias de grupo que sirven más que nada de catarsis, y que nunca llevan hasta el final la racionalización del problema: nunca llegan a revelar la existencia del ghetto, ni la imperiosa necesidad de su liquidación. Se hace una autocrítica parcial y se reorienta la práctica sobre las mismas bases -ideología, búsqueda del crecimiento cuantitativo, etcétera- sin tocar jamás el problema de fondo, que subsiste y se perpetúa. Tales autocríticas no son sino reconstituciones de la falsa conciencia, abolida por un instante para volver a levantarse con mayor ímpetu. Ese cuestionamiento radical no se hace jamás porque se carece de herramientas teóricas para efectuarlo, y porque los árboles no dejan ver el bosque: el ghetto sólo es visible a priori desde fuera, jamás desde dentro.
.: relaciones entre los grupos :.
Los grupos pueden tener ideologías bastante diferentes y hasta opuestas, que sólo coinciden vagamente en algunos puntos. Pero como el ghetto consiste básicamente en gregarismo constituido en torno a unas convenciones estéticas, se pueden relacionar fluidamente mientras las relaciones personales entre miembros de grupos distintos sean buenas. Si por el contrario son malas, no faltarán argumentos ideológicos para la descalificación mutua. La tónica dominante, y no por casualidad, es el “buen rollo” entre los grupos: cada uno puede sostener su ideología y no chocar jamás con los demás, porque al fin y al cabo todo es una representación y no hay nada en juego. En el mundo platónico de las ideas hay sitio para todas las ideas.
Ese “buen rollo” aparente es necesario para la realización de los actos colectivos que regulan la vida del ghetto, actos que por su carácter ritual y por desarrollarse en la burbuja universitaria no tienen ninguna consecuencia real, y por tanto son un decorado idóneo para escenificar la unidad. La unidad es uno de los grandes mitos del ghetto. Convirtiendo en dogma el axioma de que “la unidad hace la fuerza” se ha llegado a constituir en más de una cabeza un auténtico sectarismo antisectario, que conduce a tachar a bocajarro de “sectario” a cualquier grupo que se cuestione la necesidad o la conveniencia de juntarse con éstos o aquellos, o critique abiertamente las posiciones de otro grupo. El sectarismo antisectario es básicamente una reacción de defensa. Lo que subyace es un problema de supervivencia para el ghetto: esas actitudes “sectarias” pueden provocar su fragmentación en microghettos, uno por cada grupo hostil a los demás, y si esto es posible en grandes ciudades como Madrid o Barcelona, no lo es de ningún modo en Granada, donde el antagonismo político se encuentra sumamente comprimido. En la ausencia de proyecto político, las alianzas o rupturas no pueden darse en base a consideraciones tácticas o estratégicas reales, ni a un encuentro fluído y natural en el camino de la lucha. Se ha optado, por tanto, por una especie de tolerancia amorfa y relativista, según la cual todo vale mientras no se lleve a la práctica.
Esta opción puede rastrearse hasta las “tertulias” organizadas por el Colectivo Zapatista en 1998 , al comienzo del presente ciclo ghetto. En aquellas “tertulias” se dieron cita decenas de grupos, cada uno de su padre y de su madre, pertenecientes a eso que el zapatismo había designado como “sociedad civil”. Se trataba de generar en el seno de esa “sociedad civil” lo que por entonces se llamaba una “red”: unas relaciones horizontales de cooperación, o algo así. No quedaba muy claro para qué había que cooperar. Pero había que unirse. De hecho, los mayores debates tuvieron lugar en torno a la cuestión “¿qué nos une?”, cuando hubiera sido bastante más productivo y honesto afrontar el problema contrario: “¿qué nos separa?”. Estábamos entonces en pleno auge del buen rollo: un momento, difícil de entender ya hoy, en que las relaciones entre estudiantes se dieron de una forma sorprendentemente expansiva y abierta (aunque el tiempo reveló que en su mayor parte aquello era pose, y pronto se fosilizó en una moda “alternativa” cuya última derivación es la presente invasión de las rastas). El caso es que el buen rollo equivalía al buen tono, y exigía la máxima cordialidad y simpatía. Por ello en las “tertulias” se obró por lo general con cuidado exquisito para no ofender a nadie. Las “tertulias” se murieron finalmente de aburrimiento, como todas las iniciativas del ghetto, pero fueron significativas porque en ellas se reconoció y objetivó abiertamente, por primera vez en Granada, la desorientación generalizada del antagonismo político. El reconocimiento de nuestra desorientación común permitía establecer un relativismo según el cual a pesar de nuestras diferencias todos podíamos tener razón, porque los hechos no nos la daban a ninguno.
Ese relativismo, fruto de todas las dudas de un negrísimo momento en que el levantamiento zapatista era literalmente la única esperanza, se consolidó como “tolerancia amorfa” entre grupos. Es decir, una especie de pacto tácito de no criticarse jamás unos a otros. Ese mismo espíritu imbuyó el funcionamiento de lo que hoy es el CSO 190. Fijar esa tolerancia mutua fue el único logro del Colectivo Zapatista, debido a que el EZLN supo discernir, con mayor lucidez que nadie por entonces, las condiciones del momento. No fue poco para un grupo del ghetto. Fue el mismo tipo de intervención cualitativa que pretendemos nosotros -pero en un sentido radicalmente diferente- con este escrito. Otra cosa es el resultado efectivo que tuvo aquello, que con el tiempo se ha revelado políticamente nulo.
No pretendemos hacer historia grupuscular, historia aburrida donde las haya, pero es necesario fijar la genealogía de las cosas que nos rodean y que nos pueden llegar a parecer inmutables, naturales y eternas. Esa tolerancia entre grupos parecía en su día bastante prometedora. Por lo menos era una novedad, visto el páramo en que nos había dejado el fin de la Insumisión. Degeneró bien pronto, como no podía ser de otra forma, en tolerancia amorfa e incondicional, en sectarismo antisectario. Fue el elemento final que permitió la constitución del ghetto tal como hoy lo conocemos, al integrar el aislamiento individual de cada grupo en un sólo aislamiento colectivo, cuya unificación práctica sólo podía darse en el terreno de la estética. Y desde mucho tiempo atrás existía una estética “radical” disponible para ello, así como por primera vez había un modelo para las relaciones mutuas. Ese modelo estaba en el imperio generalizado del buen rollo, con base en la omnipresencia de la burbuja universitaria. La extinción de cualquier dinámica de lucha, y aún de su memoria y de las enseñanzas que pudieran extraerse de ella, permitió a partir de ahí la deriva autónoma del ghetto. Ésta es nuestra historia.
No es necesario decir que el buen rollo entre grupos es también una apariencia. Es imprescindible para la perpetuación del ghetto, y por lo tanto no deja de escenificarse públicamente. En privado quedan las críticas más venenosas y el desprecio mutuo, por cuanto cada uno está convencido de poseer la ideología superior. Es hilarante pasear por ciertos callejones y observar cómo los miembros de unos grupos van tachando o alterando de forma insultante las pintadas autorreferenciales de otros. El problema es que se necesitan, y lo saben, porque la actuación de cada grupo es una actuación de cara a los demás, que son su único público. Es significativo que en los momentos verdaderamente críticos, que han sido aquellos en que el ghetto se ha visto metido en un enfrentamiento real y ha experimentado un grado de represión directa desacostumbrado en Granada, la unidad haya saltado por los aires y hayan salido a relucir todas las tensiones larvadas. Tales momentos han sido dos: la lucha por la readmisión del delegado de la CNT en el Parador de Turismo (febrero-abril del 2000), y el intento de cierre del CSO 190 por parte de la policía local (mayo del 2001) . En ambos casos se dieron fuertes tensiones -que no vamos a analizar- entre elementos del ghetto, prácticamente incapaces de actuar unánimemente fuera del terreno estético, al verse en una lucha que realmente ponía algo en juego y en la cual muchos de sus discursos debían verificarse. Los grupos, como ya dijimos, no son el ghetto por sí mismos. El ghetto está precisamente en la trama de relaciones que les da lugar y que a la vez se genera en torno a ellos. Si mañana todos los grupos “antagonistas” de Granada desaparecieran sin más, el ghetto político volvería a reconstituirse con otros grupos y con idéntico contenido, porque sus bases son más profundas. Los grupos sólo son su núcleo más estable, porque dan un soporte organizativo a las relaciones que lo conforman, y sus actividades son el marco que permite el despliegue de todas las apariencias.
.: hacer algo :.
Está dicho que los grupos del ghetto se caracterizan por la impotencia. Apresados como están en sus corsés estéticos e ideológicos no pueden, literalmente, hacer nada. Y sin embargo, algo tienen que hacer para justificar su existencia. Todos sienten la necesidad de “hacer cosas”, de entregarse al activismo, pero ante ellos se abre un abanico de posibilidades bastante limitado.
En primer lugar, la simple actividad propagandística -pintadas, carteles, publicaciones, etcétera- que no conduce por sí sola a ninguna parte. La propaganda del ghetto es, en su mayor parte, propaganda de sí misma. La propaganda es casi siempre un acto de autocomplacencia, reafirma una y otra vez el discurso cuya realización práctica no puede siquiera vislumbrarse. Por lo general, sólo convence a los fieles, a los ya convencidos previamente en el terreno estético.
En cuanto a los actos públicos, habría que distinguir entre los de carácter político y los puramente lúdicos. Entre los primeros, destaca la manifestación. Habría que dedicar un análisis aparte a la crisis terminal de la manifestación como forma de lucha: tuvieron sentido mientras la calle fue algo más que un simple lugar de paso, cuando era el espacio social por excelencia. Hoy, cuando la calle se ha convertido en territorio del tráfico rodado, de la publicidad y la mercancía, ha perdido todo su carácter de amplificador de la protesta. El único escenario de las relaciones colectivas, el punto de encuentro y reconocimiento generalizado, es ahora el consumo. Él domina las calles vaciándolas de contenido social y convirtiéndolas en un simple apéndice, en galería de escaparates, en gran vestíbulo de todas las tiendas. En este sentido, la calle ya no nos sirve, no mientras la sigamos entendiendo como un terreno neutral del que podemos servirnos. Las calles, hoy, son parte integrante del problema al que nos enfrentamos: no es ya que reflejen los valores del sistema, sino que forman parte de él activamente. Son una de las líneas que habremos de tomar por asalto, y esto no puede hacerse paseando ingenuamente por ellas al grito de “no nos mires/únete”. Tomar las calles no consiste tampoco en llenarlas de barricadas voluntaristas y destruir todo lo posible antes de tener que retirarse. Sólo colapsando los ámbitos -físicos, pero también mentales y simbólicos- de socialidad mediatizada y mercantilizada que impone el sistema, la calle volverá espontáneamente a ser lugar de encuentro entre iguales. Entonces, el fuego y los escombros embellecerán ese territorio colectivo, ese patio de recreo sin verjas. Cuando toda la calle sea una fiesta espontánea, generalizada y sin reglas, sabremos por fin que por fin hemos tomado las calles.
Sólo en este sentido se pueden tomar las calles. En las calles enemigas de hoy, el espectáculo ritualizado de la manifestación es pintoresco en el mejor de los casos, y ridículo en el peor. Las manifestaciones son casi siempre puros gestos de impotencia, quienes acuden a ellas no tienen ni idea de cómo obtendrán aquello que reclaman, pero tienen muy claro que no lo obtendrán manifestándose. De las manifestaciones en días de guardar (1 de mayo, 20 N, día de Andalucía, etc), doblemente rituales, ya no queremos ni hablar. Las manifestaciones son actos de autoafirmación, de autocomplacencia estética y militante, y su única utilidad práctica es que la policía fiche y fotografíe a los asistentes. Eso y encontrarnos a los amigos para tomar luego unas cañas.
Lo mismo puede decirse de la hermana pobre de la manifestación, la concentración, convocada cuando no se confía en reunir ni un mínimo de gente para no caer en el ridículo. Vagamente conscientes de la inutilidad de “manifestarse”, los miembros del ghetto se esfuerzan a veces en dotar a la mani con un carácter lúdico, no se sabe muy bien con qué objeto. Un ejemplo como cualquier otro: un algo llamado “Foro Social Otro Mundo Es Posible” convoca no hace mucho una concentración contra la “guerra” -masacre unilateral, diríamos- de Afganistán, bajo el lema “tambores por la paz”. La movilización consiste en que los asistentes lleven un tambor y hagan ruido todos a la vez, “por la paz”. Sobran comentarios. Podríamos citar otros mil ejemplos, pero preferimos correr un estúpido velo.
Las manifestaciones casi siempre son convocadas por motivos externos a la realidad que se vive en Granada. Suelen surgir cuando por un estímulo mediático el ghetto siente la necesidad inducida de “hacer algo”, y su impotencia le empuja a la manifestación buscando por lo menos un gesto simbólico. Así, en los últimos dos años hemos tenido manifestaciones a favor del pueblo palestino, contra la “globalización” (?), la agresión imperialista contra el pueblo afgano, la desagradable visita de Berlusconi a la ciudad… El ghetto, en su vacío, siente siempre la necesidad de recoger estímulos y ejemplos externos. Se tocan mil temas en los que jamás se profundiza, porque no se puede profundizar ni teórica ni prácticamente, y porque el público se aburre pronto y necesita algo nuevo que justifique lo de siempre. Luego los militantes se consuelan engordando mentalmente la cifra de asistentes y rastreando las menciones en prensa, tele o radio de la “movilización”, suponiendo que las haya.
No en vano los temas preferidos del ghetto son aquellos que tienen eco mediático: lo fue la insumisión, lo fue la okupación, lo es últimamente la “globalización” (?), y así sucesivamente. Si se presenta una buena oportunidad mediática para una manifestación, no es extraño que aparezca la burocracia de IU imponiendo sus modos y maneras. Cuando decae el interés televisivo, decae a su vez el interés militante, porque no existe aquí un movimiento capaz de dotarse de razones propias. Además, se reconozca o no, uno de los objetivos prioritarios de la mayoría de acciones del ghetto es lisa y llanamente salir en la tele o en la prensa. Los medios hipnotizan, y sigue vigente la absurda idea de que salir en ellos conduce a algún sitio. Un personaje de El Padrino (III) afirma, con arrogancia de poderoso: “Quien construye sobre el pueblo construye sobre barro”. Nosotros, que no compartimos esta opinión, afirmamos que quien pretende construir sobre los medios sí construye sobre barro.
El ghetto hace que cualquier germen de lucha sea abortado o degenere en moda espectacular. Incapaz de intervenir, recrea sin cesar modelos externos de éxito mediático, por si alguno le saca milagrosamente de su impotencia y porque mola estar en el candelero, no digamos ya salir en la tele. Un buen ejemplo puede ser el mencionado Foro Social Otro Mundo Es Posible, una clásica sopa de letras: si en Génova tienen su Foro y salen por la tele, nosotros aquí también. Ya sólo falta que en sus patéticos actos aparezca un folklórico Bloque Negro local, a romper algún escaparate y reproducir la dicotomía buenos/malos ante los periodistas del repugnante diario IDEAL. Tales importaciones irreflexivas nunca conducen a nada: el camino del ghetto está sembrado de multitud de ellas, que fueron abandonadas como juguetes rotos cuando las invadió el aburrimiento. A la hora de importar modelos, cada fracción del ghetto tiene su meca: unas miran a Euskadi, otras a las okupaciones de Barcelona, otras a un pasado “glorioso” que jamás va a volver…
Pero los actos del ghetto que tienen mayor éxito son sin duda los de carácter festivo. El pretexto de la financiación ha terminado dando lugar a un entorno lúdico completo. Fiestas, conciertos y demás se organizan para sacar dinero para esto o lo otro, pero lo cierto es que cobran vida propia y se acaban convirtiendo en las ocasiones sociales del ghetto por excelencia, donde todo el mundo se deja ver. Esos actos tenían lugar en diversos bares o salas (¿cómo olvidar aquellos míticos conciertos organizados por el CAMPI o la CNT en el antiguo Rey Chico, cuando Los Muertos de Cristo aún no cobraban a cuarto de kilo por actuación?); en las Cruces de Mayo antes de que el ayuntamiento del PP las depurara a fondo; o en el mismísimo Corpus Christi, donde la caseta de la CNT sigue impartiendo lecciones magistrales de improvisación, y la de Acción Alternativa de profesionalidad hostelera, única herencia del viejo MC. Hoy tienden a concentrarse en el CSO 190, desde la consolidación de dicho espacio como alternativa nocturna. En estas ocasiones el despliegue estético es abrumador, y son quizá el mejor momento para ver al ghetto en acción. No hace falta decir que cualquier fiesta o concierto bien organizados está mucho más concurrido que cualquier acto netamente político. Estas actividades lúdicas, que en principio tienen carácter secundario como fuente de financiación, se convierten en actos centrales del ghetto, regulando su vida entera.
Estas tres variantes -propaganda, acto político “público” y acto lúdico- consumen la mayor parte de las energías del ghetto. Muchos militantes han sentido en algún momento la frustración que provoca repetir, ad nauseam, los mismos gestos ritualizados que no conducen a nada, pero ninguno -que sepamos- ha hecho consciente aún la necesidad de romper radicalmente la asfixiante dinámica creada.
.: ¿el fin de un “ciclo ghetto”? :.
El ghetto no es dialéctico: desconociendo el conflicto y el choque con la realidad, no hay hitos en su camino que marquen cambios cualitativos, avances ni retrocesos. Por ello, carece de memoria y vive en un presente eterno.
Ahora bien, que el ghetto carezca de percepción del tiempo no evita que el tiempo actúe sobre él. Su vida se desarrolla en ciclos sucesivos, al término de los cuales las formas (colectivos, discursos, puntos de encuentro, etc) se ven alteradas para que el fondo (la realidad de un movimiento espectacular dominado por las apariencias) permanezca inmutable. Tales ciclos se dan en un nivel particular -dentro de los grupos- y en otro general, que afecta al ghetto en su conjunto.
Dentro de los grupos, el ciclo viene dado por un proceso de formación-crecimiento-desintegración; o bien por el relevo generacional y la sustitución de unos militantes “quemados” por otros “de refresco”, en el caso de grupos más estables. Estos pequeños procesos cíclicos entran en relación con un ciclo general a cuyo término los rasgos externos del ghetto se ven transformados. Así, el discurso hegemónico y animador del ciclo anterior se verá agotado, olvidado y sustituido por uno nuevo; desaparecerá una cierta cantidad de grupos y aparecerán otros nuevos, de los cuales algunos se consolidarán y heredarán el protagonismo; militantes periféricos del ciclo anterior se verán promocionados a militantes centrales de la nueva etapa, mientras que los antiguos militantes centrales tenderán a desaparecer del ambiente y dispersarse… De los factores mencionados, los que a nuestro juicio determinan el paso a un nuevo ciclo son el agotamiento del discurso y el relevo determinado por el cansancio y la dispersión de toda una generación de militantes. Esta permite, dicho sea de paso, que se desconozca prácticamente todo del ciclo previo, que es como si jamás hubiera existido: presente eterno.
Si en Granada el ciclo anterior estuvo marcado claramente por la Insumisión, como práctica y como aglutinador estético; el presente ciclo lo ha estado por la okupación del CSO 190 vertebrando distintas iniciativas, y de manera más amplia por una exaltación subyacente de la “unidad” como objetivo a cualquier precio. Un tanto al margen de estos procesos ha quedado la CNT, organización anclada en una práctica semisindical sin perspectivas, con un pie dentro del ghetto y otro fuera. De hecho la CNT, (que es una de las bestias negras del sectarismo antisectario, cualquiera sabe por qué) constituye en sí misma y a nivel nacional un ghetto aparte, digno de un análisis particular.
Diversos indicios nos hacen preguntarnos si estamos ante el fin de otro ciclo general del ghetto. Así nos lo sugiere el visible agotamiento del CSO 190 y el recambio de militantes que percibimos en muchos grupos. De producirse una “debacle” similar a la que siguió a la desintegración del movimiento antimilitarista, esperamos sinceramente que el “ciclo ghetto” que se cierra sea el último. Ése es nuestro empeño.
.: nunca más volveremos a ser simpáticos (epílogo) :.
¿Y ahora qué? Ni siquiera nosotros lo sabemos. Aspiramos a la reconstrucción del movimiento revolucionario en las presentes condiciones históricas (llamadlo posfordismo, espectáculo, neoliberalismo o lo que sea, pero por favor, no lo llaméis “globalización”). Ni más, ni menos. Pero es pronto para decir con precisión cuáles serán los rasgos de ese nuevo animal colectivo y salvaje. Lo que sí sabemos es cuáles han sido los errores del pasado: la esclavitud estética, la fijación por el crecimiento cuantitativo, y todas las dimensiones del ghetto que hemos ido analizando. Intentaremos no volver a tropezar en esas piedras. Queremos decir con esto que no se trata de, llegado un momento en el que crees haber visto la luz, construir la “piedra filosofal de la revolución” (por negación, en base a todos los errores pasados ), sino de, en función precisamente a ese análisis, desprendernos del miedo a aplicar una crítica contundente, consciente y continua a nuestras experimentaciones y obrar en consecuencia.
Cualquier movimiento real se constituye poco a poco, por la base, actuando con paciencia en las condiciones existentes; y cualquier paso en ese sentido tiene más valor cualitativo que mil gestos espectaculares.
¿En qué se traduce esto para el caso concreto de Granada? El primer acto subversivo será necesariamente la liquidación del ghetto. Este escrito es el primer gesto abierto, consciente, en ese sentido. Por nuestra parte todo está dicho. Cedemos a un amiguete la ultima palabra:
“¿Alguna vez te has encontrado con un revolucionario que no tenga un proyecto revolucionario? ¿Un proyecto que está definido y presentado claramente a las masas? ¿Qué reza de revolucionario sería aquella que pretendiera destruir el esquema, la envoltura, el fundamento de la revolución? Golpeando los conceptos de cuantificación, clase, proyecto, modelo, misión histórica y otras antiguallas similares, uno podría correr el riesgo de no tener nada que hacer, de ser obligado a actuar en la realidad, modestamente como cualquier otro. Como millones de otros que están construyendo la revolución día a día sin esperar el signo de un fatal vencimiento de plazos. Y para hacer esto se necesita coraje.”
¡¡AHORA O NUNCA, COMPAÑER@S: DESTRUYAMOS TODAS LAS APARIENCIAS!!